De tertulia en la Playa de El Puertillo
La Playa de El Puertillo, en Arucas, Gran Canaria, es una equilibrada y atractiva mezcla de diversos usos y ambientes.
Un sol de buena mañana se eleva sobre la silueta de las montañas mientras Manuel Sosa y sus compañeros de la tertulia observan las evoluciones de un grupo de surferos que calienta sobre la arena de la Playa de El Puertillo, en la costa noroeste de Gran Canaria. Manuel tiene 92 años y no puede evitar recordar aquellos tiempos en los que bañarse, lo que se dice bañarse, lo hacían apenas dos o tres del pueblo, de Bañaderos y uno que bajaba de Arucas. Muchos años y miles de amaneceres después de aquello, el hombre se sienta a diario en el paseo manso que mira al océano para comprobar que el mar sigue siendo el mismo, pero que su Puertillo se ha convertido en una preciada joya del litoral aruquense.
Lo que ocurre cualquier día sobre la fina arena de la Playa de El Puertillo sirve para definir el carácter polifacético del lugar. Hay surferos que hacen estiramientos antes del lanzarse al Atlántico. Al mismo tiempo, una abuela llega con su nieta y ambas buscan el cobijo del anfiteatro de piedra volcánica que se levanta a poniente. Una pareja extiende sus toallas y planta una sombrilla, una bandera colorida en el centro del arenal. Una joven solitaria lee un libro. En el paseo, gentes del lugar se sientan y descuelgan sus pies por el muro de piedra, echando a navegar sobre las aguas miradas soñadoras o quizás nostálgicas.
“Yo he visto hacer todas estas casas”, afirma Emilio, compañero de tertulias de Manuel. Junto a la costa quedan los restos de algunas viviendas que evidencian en sus fachadas el paso del tiempo, alguna de ellas asentadas sobre grandes bloques de piedra basáltica sobre las que antiguamente, antes del urbanismo moderno y del paseo, rompía el mar. La primera línea la ocupan en buena parte bares y restaurantes donde los menús están escritos con letras saladas y palabras que prometen un intenso sabor a mar. Y en la esquina que da acceso al paseo desde el área de aparcamiento se levanta un parque infantil, un claro rasgo de la vocación familiar del enclave.
El volcán, el viento y el mar hicieron filigranas en El Puertillo, una obra de arte natural que se aprecia en las espumas solidificadas o en las grandes piedras que parecen haber sido modeladas en un torno alfarero. Estas últimas se pueden encontrar en el dique que protege a la playa del empuje del mar y que actúa de línea de separación entre la calma y el oleaje. En la parte más abierta a las corrientes y las olas, un pescador solitario se afana en capturar peces de roca y rompiente.
La tertulia sigue viva en el paseo, aunque va cambiando de participantes, que se suman o se despiden según los tiempos y obligaciones de cada cual. Manuel y Emilio hacen memoria de aquella época en la que casi todo era corral y platanera. O de cuando recalaban en El Puertillo los gráciles veleros de vela. Conversan precisamente junto al antiguo almacén, en cuyas paredes se ha mezclado la decoloración de decenas de capas de pintura y junto al cual descansan algunas pequeñas barcas y un joven surfero le da cera a su tabla sin perder de vista al mar, clavando en la ola una mirada de halcón.
Al frente y a naciente se ven laderas donde persisten las fincas de plátanos, una vista que es otro aliciente de este pueblo de mar que ha crecido como un organismo vivo, como una planta que ha echado raíces en forma de casas, callejuelas que trepan por la ladera y azoteas que toman el sol y viven de él, como las mismísimas hojas de una platanera.
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