El mágico mundo verde de Gran Canaria
La naturaleza verde de Gran Canaria se manifiesta de las formas más maravillosas y sorprendentes.
Existe un mundo mágico donde reinan los laureles, los naranjeros salvajes, los viñátigos, los paloblancos, los sauces, los madroños, los tejos, los tilos y los mocanes. Y está en Gran Canaria. Esta relación de nombres que parecen extraídos de un libro de hadas, duendes y magos identifica en realidad a los árboles que otorgan cuerpo y alma a la laurisilva, el bosque misterioso y primigenio que se aferra a la isla y desde el que se proyecta además el latido más nítido y claro de su corazón verde.
La laurisilva, con su corte real de hiedras y otras plantas trepadoras y su lecho de salvias, bencomias, estrelladeras, bellas de risco y escobones, es el mascarón de proa de una Gran Canaria que escribe a diario bellas líneas de esperanza. Las morujillas y las hierbas candiles ocupan sus lugares en laderas o en el fondo silencioso de los barrancos. El culantrillo, un tipo de helecho, se aferra a las paredes de piedra, bebiendo de la humedad que rezuma de ellas, igual que hacen los poliédricos, concéntricos e hipnóticos bejeques.
El manto verde que extiende a la vista Gran Canaria está integrado por casi 1.300 especies vegetales distintas, de las cuales casi un centenar son exclusivas de la isla y dan una idea de la enorme biodiversidad que atesora este territorio insular. De hecho, amplias zonas han sido declaradas Reserva de la Biosfera por parte de la Unesco.
En este reino vegetal cuentan con trono propio la elegante palmera canaria y, en las techumbres grancanarias, el orgulloso y resistente pino canario, con ejemplares que rozan o incluso superan los cuarenta metros de altura y que confirman que Gran Canaria, entre otros muchos atractivos, también es un oasis verde.
Pero el verde es capaz de adoptar las más diversas formas en el caso de Gran Canaria. En ocasiones se presenta en forma de destellos, como el que provocan por ejemplo los rayos del sol al iluminar la superficie húmeda de los callaos de la playa de Agaete o de la desembocadura del barranco de La Aldea. Otras veces son los escarpes de las montañas los que sorprenden con un guiño verde, un fenómeno geológico relacionado con el origen volcánico de la isla y que se asemeja a la visión del costado moteado de un lagarto titánico y mitológico.
El verde también encuentra su lugar dentro del manto con el que el Océano Atlántico bordea a Gran Canaria, porque a veces en la costa, donde se fusionan el mar y la tierra, los tonos de jade y los esmeraldas se confunden con los azules. Y cuando los pescadores sacan a la superficie las capturas del día brillan también ante nuestra mirada las escamas de notas verdosas de los seifíos, las salemas, las bogas y las caballas. El imperio del verde empieza en la cumbre, se derrama sobre las medianías, alcanza el litoral y, finalmente, se baña en los mares de Gran Canaria.
Mira ahora hacia al frente, justo ahí, donde un rebaño de ovejas se adentra en los pastos del mosaico verde que circunda Montaña Alta, aunque podría ser cualquier otro lugar. Hemos regresado a las alturas, al lugar donde -del verde- nacen los aclamados quesos de Gran Canaria. En el sur de la isla, por su parte, crecen los aguacates de piel de dinosaurio y los suaves mangos. En el Valle de Agaete, los granos de café que se adivinan entre las ramas del único cafetal de Europa prometen el más penetrante de los aromas y una mente despejada para seguir descubriendo este universo de verdes sin final.
Los cascos históricos de Gran Canaria y sus barrios de interior, y los costeros, están salpicados por casas de colores. En las fachadas de muchas de ellas vive también el verde, un habitante más del vibrante vecindario isleño.
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