Gran Canaria, el lienzo perfecto
La gama de tonos ocre y anaranjados, o de puro bronce, definen y dibujan algunos de los rasgos esenciales de Gran Canaria.
Gran Canaria a veces se esconde. Entonces hay que ir a buscarla, por ejemplo en el fondo de valles pétreos, casi ignotos y ajenos a los senderos más transitados. Este juego del escondite concluye en alguna ocasión cerca de un puente de piedra del siglo XVIII, en un tramo del barranco de Barafonso donde, de pronto, las piedras rayadas se tornan de color naranja. Este colorido y angosto cañón de cenizas volcánicas y erosionado por el agua durante miles de años también forma parte del misterio de la isla infinita.
Dejamos atrás los ríos de piedra y tiempo y descubrimos ahora un nuevo reflejo ocre que se destaca entre el monteverde de la cara norte de Gran Canaria. No hay duda: sus seis hojas en punta y su forma de campanilla delatan claramente al bicácaro, una de las flores que otorgan esa apariencia de bosques mágicos a zonas como los Tilos de Moya, entre otras frondosidades insulares donde este brillo de bronce se cuela como lo hace un primer rayo de sol entre los cortinajes.
Las notas anaranjadas no obstante, también son capaces de quitarse de encima la timidez y de mostrarse a la vista de todos, esplendorosas y radiantes. Es el color de los comienzos y los finales, el que anuncia que empieza el día y el que echa el telón cada atardecer, tiñendo los cielos, mimetizándose con el ocre de las cumbres o convirtiendo las dunas en montañas de oro antiguo.
El tono ocre también es capaz de hacer trucos de magia e ilusionismo. Poco antes de que la noche imponga su ley, se refleja de tal modo sobre la arena mojada de la orilla y sobre la delgada película de agua que las olas mansas dejan sobre la playa que el mismísimo cielo y las nubes se reflejan sobre el suelo que pisamos, mientras dejamos nuestra huella y un recuerdo imborrable se graba en la memoria.
Es un tono con mucha personalidad. Por eso en ocasiones se presenta altivo, como el lagarto gigante de Gran Canaria cuando yergue orgulloso y retador la cabeza, mira de soslayo y nos deja ver el collar entre ocre, amarillento y naranja que bordea el cuello de ciertos ejemplares de esta especie endémica. Los bronces y naranjas también bucean. Se sumergen en las aguas próximas a la costa, en las someras, y también en las más profundas, para fundirse en la piel y las escamas de cabrillas, samas roqueras, morenas y pejeverdes.
Porque así es el color ocre o naranja en Gran Canaria, un ser vivo e inquieto que recorre las gargantas pedregosas, que se oculta entre tilos y acebuches, que se intuye en el sabor de las naranjas de Telde y de Fataga, de los chorizos de Teror y también de los guayabos, los albaricoques o de los mangos y las papayas de Mogán.
Y vuela como una cometa al final de cuyo hilo podrías estar tú mismo y que madruga para anunciarnos que comienza un día más en la isla.
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