La luz vive en el Risco de San Juan
La luminosidad de las casas de colores del Risco de San Juan y otras lomas de Las Palmas de Gran Canaria posee un efecto casi hipnótico.
A veces las olas depositan en la costa tesoros olvidados para que brillen en la orilla. No es el caso del que vamos a hablar ahora, aunque lo parezca. Las casas de colores del Risco de San Juan empezaron a emerger en el siglo XVII, igual que sucedió en otras lomas de Las Palmas de Gran Canaria una vez que la ciudad desplegó sus alas hacia el futuro desde el nido fundacional de Vegueta y la Catedral de Santa Ana.
Varios siglos después, el barrio sigue encendiéndose al alba y se apaga gradualmente mientras el sol cae por el oeste. Entonces, los rayos postreros caen como antorchas que prenden primero una veintena de viviendas, luego apenas diez y finalmente cinco, cuatro, tres, dos, una y ninguna, hasta que el barrio queda sumido en sus propias luces y sombras.
El ritual de amaneceres y anocheceres de Las Palmas de Gran Canaria no se entiende sin los Riscos de San Juan, San Roque o San Nicolás, espacios que se encuentran entre los más fotografiados de la capital atlántica. En realidad, este efecto hipnótico acompaña a estos barrios desde su origen. El pintor Jorge Oramas, uno de los artistas más relevantes de la pintura de vanguardia en Canarias, inmortalizó su luz en los años treinta del siglo XX desde su habitación en el viejo Hospital de San Martín.
Hay algo de cierto en el origen marino de los barrios que treparon por los riscos de Las Palmas de Gran Canaria. Su colorido se debe a que las fachadas se revestían con las mismas pinturas sobrantes utilizadas para recubrir los cascos de los barcos. Las familias de los marinos, sentadas en las pendientes, oteaban el océano para tratar de distinguir las naves donde estaban enrolados sus seres queridos.
El Risco de San Juan es un universo de calles entrelazadas, de callejones y habitantes que suben y bajan como las mareas, de pasillos usados como patios comunes, de personas que han colgado macetas en las paredes exteriores para alumbrar una belleza íntima y discreta, que se sume a la fiesta de la luz en su recorrido diario por las callejuelas. El mosaico se completa con palmeras cuyas raíces se mezclan con los cimientos de las casas, pues también forman parte del vecindario.
La ermita de San Juan, que data del año 1662, es sencilla como un pez, de tonos claros y con una nave única rematada con la espadaña de doble campanario. Cobija en su interior el retablo mayor con la Virgen de la Antigua, obra de Pedro de Camprobín enamorado de la variedad cromática de flores y bodegones, así que probablemente le habría fascinado el juego de colores de los riscos palmenses.
En la parte baja, visto a cierta distancia desde el otro lado del barranco del Guiniguada que separa las zonas de Triana y Vegueta, el Paraninfo de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria luce como una ballena varada, aunque tampoco lo es. Las cosas no siempre son lo que parecen en estos centelleantes riscos donde bulle la vida y donde el sol enciende y apaga la lamparita de noche de la ciudad.
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