Las salinas en Gran Canaria, el tesoro blanco que vino del mar
La belleza de las salinas de Gran Canaria es producto del océano, el sol y el tesón humano.
Las costas de Gran Canaria esconden un tesoro de oro blanco en la difusa frontera entre el mar y la tierra firme, aunque su presencia no se debe en este caso a la escala de ningún pirata. Su origen se debe al diálogo permanente entre dos elementos que forman parte de la esencia de la Isla: el océano y el sol. La mano del hombre ha hecho el resto para alumbrar la sal marina que resplandece amontonada en varias salinas del litoral insular, algunas de ellas con varios siglos de historia.
Las salinas son la cuna de la sal atlántica. Pero antes de llegar al blanco tenemos que hablar del azul, porque las primeras palabras de este relato se escriben sobre el Atlántico. El hombre canaliza sus aguas puras hasta los cocederos para que el sol las evapore día tras día. Finalmente, tan sólo queda sobre el terreno el cristalino, blanco y puro reflejo de su alma. Estamos hablando, en efecto, de la sal, donde se concentra y pervive el espíritu marino.
La mano humana forma parte intrínseca del proceso. La sal que se amontona en las salinas no estaría ahí sin el esfuerzo y la maña de personas de piel curtida bajo miles de soles picando los cristales de sal, evitando que se apelmacen y, finalmente, levantando montañas de una blancura cegadora. Cada grano de sal es fruto del trabajo al unísono del sol, del hombre y del mar.
Estas siluetas humanas recortadas sobre el cielo claro nos recuerdan que el paisaje de Gran Canaria también es en muchas ocasiones una construcción de sus hombres y mujeres. La historia está impresa en el terreno, desplegando relatos de aquellos tiempos en los que la sal era indispensable para la industria de los salazones de pescado y en general para una forma de vida dibujada sobre un fondo blanco y azul.
Pero la sal también adereza el presente. Gran Canaria alberga a varios de los más destacados y antiguos complejos salineros del archipiélago canario, todos ellos en distinto estado de conservación y explotación. Les une la belleza enigmática y magnética de los juegos entre la luz y la sal.
De hecho, los cocederos se convierten en espejos donde se mira el cielo. A veces, y producto de la presencia de microorganismos, el agua estancada se tiñe de tonos rosa que transforman cada atardecer y cada amanecer en un sublime espectáculo de color que empieza a ras de suelo y termina en lo alto, donde vuelan las gaviotas, en ese punto donde se entrelazan el comienzo y el fin de los días. Y todo sucede aquí, en la isla donde cada cristal de sal tiene una historia que contar.