Luces y susurros en las alturas de Gran Canaria
Habito en esta cima desde hace millones de años. Lo sé porque llevo la cuenta de los soles y las lunas. Soy hijo del tiempo y de un viejo volcán que ya no está. El viento, el sol, la lluvia y el paso de los días me han convertido en lo que soy: el príncipe y vigía de un reino de piedra. Pero no estoy solo. Los pinares y rocas que me acompañan en estas alturas dan cobijo a seres que parecen hechos con esa misma luz que empieza a retirar su velo. Por eso aquí los lagartos son de oro, esmeralda y zafiro.
El atardecer es un momento bello y a la vez confuso visto desde mi atalaya. Por un lado, el sol nos regala su última caricia. Por otro, la noche se prepara entre bambalinas para alzar el telón y descubrir un escenario de estrellas donde volverá a repetirse una representación nocturna que no puedo dejar de mirar asombrado. Supongo que le sucederá igual a mi vecino, cuya silueta piramidal se recorta sobre el ocaso y que en días como hoy parece más cercano, aunque nos separen más de cien kilómetros, sesenta y cinco de ellos de profundo Atlántico.
Ya la noche extendió su manto. Todo duerme a mi alrededor. Yo mantengo mi vigilia petrificada. La vida comienza a desperezarse a mi alrededor con los primeros rayos del nuevo día. Alzan su vuelo vencejos, cernícalos, alpispas y herrerillos. La claridad permite contemplar cómo las flores de las malfuradas imitan al amanecer. Poco después, como ocurre a diario, llegan a mis pies esos curiosos seres que me observan fijamente. A mi lejano compañero en este particular Monte Olimpo sobre las nubes y el océano le llaman Teide. A mí, al vigía que les susurra, por si querían saberlo, Roque Nublo.