Mogán, reino de mar y tierra
El sol marca el ritmo de la vida en el sur de Gran Canaria, donde los límites entre mundos resultan difusos.
El sol es el reloj que establece el ritmo de la vida en estas aguas. Y sus rayos son las agujas que marcan las horas y los minutos. Los atunes listados que surcan en verano las aguas de Mogán solo suben a la superficie para alimentarse de jureles, bogas o caballas cuando reina la luz. Tan pronto decae la claridad, regresan a las profundidades. Son hijos de la luminosidad y solo saben ir de su mano. Su fuerza es titánica. Pueden recorrer hasta cien kilómetros al día. Pero se sienten perdidos sin la antorcha del día.
Este ángulo de visión permite comprobar que el océano y la tierra se confunden en el sur de Gran Canaria. Los habitantes de uno y otro mundo interactúan sin cesar. Si no se ven, se buscan. Los marineros que vivían en la ladera no quitaban ojo del mar, a la espera de un revuelo en la superficie o la caída en picado de una bandada de aves sobre las aguas que revelara la presencia de pesca.
No hay reino sin tesoros. Y este sutil manto azul oculta toda suerte de riquezas. Algunos se esconden en cofres que vagan por los océanos hasta que recalan en estas costas, como el ámbar gris que segregan los cachalotes, que poseía antaño más valor que el oro y que podía resolver media vida al afortunado mariscador que lo encontrara en una playa perdida al final de un barranco. Los seres de tierra firme soñaban con fortunas oceánicas depositadas milagrosamente en la orilla.
En otros tiempos, estos seres de tierra adentro se movían por los escarpes para coger la orchilla, el preciado liquen para elaborar tintes. Hacían además tantos kilómetros o más para pescar que una pardela, a veces durante días enteros, apenas sin tregua. Conocían incluso los bebederos o manantiales de los acantilados. Al regresar al Puerto de Mogán encontraban descanso en el laberinto habitado de sus barrios empinados, en casas de zaguanes decorados con boyas, cabos, caracolas y anclas que recuerdan que la tierra es aquí una continuación del Atlántico.
Desde aquí no se ve, pero cerca se erige una pequeña escultura de un niño que empuña una pequeña fija o arpón de hierro, recordatorio en bronce aquellos niños que recorrían la franja de bajamar para completar el sustento familiar. Del moderno Puerto de Mogán zarpan barcos de pesca artesanal con una tripulación que todavía siente una emoción ancestral cuando nota el tirón del atún. Quienes se bañan en esta calma transparente y disfrutan de este sol casi perenne quizás no lo sepan, pero la luz que les mueve es la misma que dirige los movimientos orquestales en este feudo de fronteras líquidas.
Los comentarios están desactivados para este artículo.