Playa de Mogán, el tiempo es azul
La playa y Puerto de Mogán, en Gran Canaria, integran un espacio feliz y casi anfibio donde parece que han tirado el reloj al mar.
Ha sido así desde que hay memoria. Los pescadores y el sol siguen las mismas pistas para arribar a este punto costero. Una de ellas es una roca a la que los marineros dieron en virtud de su forma el nombre de ‘piedra picúa’, convertida hoy en una escultura a medio camino entre la playa y el Puerto de Mogán. Juntos conforman uno de los enclaves imprescindibles del fascinante litoral de Gran Canaria. Cuando vea la ‘piedra picúa’, deténgase, como parece que hace aquí el tiempo.
La playa de Mogán es una delicada pieza de orfebrería donde el topacio del océano se engarza con los brillos de oro de la arena. La combinación entre aguas calmas y uno de los mejores climas del mundo convierten a este litoral en un espacio feliz y casi anfibio donde se diluyen el estrés y las fronteras. Las personas que disfrutan de Mogán parecen haber arrojado al mar los relojes y los calendarios.
Pero que nadie se confunda. La playa de Mogán ofrece todo lo necesario para disfrutar del latido de la vida, aunque sea al margen del tic-tac insistente del cronómetro diario. Una hilera de terrazas de bares y restaurantes se asoman al paseo, rematado al sur por un dique que da un abrazo de piedra a la playa. Cuando el sol se fuga, la estructura se transforma en un lugar idóneo para contemplar el atardecer y confundirse con los cangrejos y los burgaos mientras los minúsculos peces que nadan en la superficie hacen ondear el agua y generan diminutos círculos concéntricos donde caben, no obstante, todas las miradas y más de un pensamiento secreto.
La playa y el Puerto de Mogán son una lanzadera hacia el universo marítimo. Sueña en azul. No hay límites: kayak, una travesía en velero para divisar los esbeltos acantilados que circundan la zona, bucear, practicar la pesca de altura o el paddle surf, un paseo en familia en una barca a pedales… Hay pocos lugares como éste para llevarte a casa el recuerdo ensalitrado de unos días inolvidables.
Caminemos ahora hacia la otra vertiente, donde apunta el vértice opuesto de la ‘piedra picúa’. El Puerto de Mogán se configura como un laberinto de canales, buganvillas e hibiscos en el que es un placer perderse y que ofrece salida segura al mar. Los barcos de pesca que entran y salen a diario del refugio permiten surtir la carta de los restaurantes con pescado fresco de verdad, es decir, con el que apenas acaba de desembarcar. El atún moganero, por ejemplo, resulta tan rápido y esquivo en la mar como sabroso en el plato.
En cualquier caso, el listado de establecimientos del Puerto del Mogán satisface todo tipo de paladares. Y recuerde que Mogán se puede comer. Literalmente, porque el municipio es una caja tropical de sorpresas en cuyos valles y laderas se cultivan deliciosos aguacates, mangos o papayas. Guarda memoria de esta esencia agrícola y luminosa otra escultura, en este caso la dedicada al señor Elías, antiguo vendedor de caña dulce y otras maravillas propias de los sitios donde se juntan la tierra y el sol.
En lo alto, en la Cañada de los Gatos, se encuentran los restos arqueológicos de un poblado aborigen. Hace siglos, cuando ellos eran los únicos que habitaban estas lomas y estas calas donde buscaban el alimento, tampoco hacían falta los relojes. Bastaban el sol y la luna presidiendo un cielo nocturno perfecto y estrellado. Hay cosas que no han cambiado tanto en Mogán.
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