Rituales de oro y sal en Agaete
Igual que un actor que no quiere abandonar el escenario, aunque su escena ya haya terminado, el sol se marcha lentamente de Agaete, al noroeste de Gran Canaria. A su lado, la Cola de Dragón también da los últimos coletazos de la jornada mientras sus acantilados piramidales quedan cubiertos del oro y el bronce del atardecer.
Justamente ahora, en ese momento de confusión y magia entre el día que acaba y la noche que se avecina, se impone el silencio en las piscinas naturales. El océano mira a la superficie por estos ojos azules, unos charcones cristalinos encajados en el lugar exacto donde un día la lava alcanzó el océano tras cuyo horizonte está a punto de sumergirse el sol. No había nadie allí para contemplarlo, pero en el encuentro se fraguó un enclave que atraería todas las miradas.
Antes del ocaso, otro mar, en este caso de gentes, se adentró en las piscinas, conectadas por tubos volcánicos y protegidas del embate de las olas por barreras rematadas con pilones semejantes a los de una fortaleza. Las llaman piscinas de las Salinas de Agaete, pues hubo en efecto una pequeña explotación entre el siglo XVII y hasta bien entrado el XX. Cuando se van queda un eco de risas y espuma, del mismo modo que aparece la sal cuando el mar se evapora.
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