Ruta de Los Azulejos, el secreto de Gran Canaria que destapó el tiempo
Los espectaculares afloramientos verde jade y de tonos ocres y rojizos visibles a causa de la erosión son fruto del encuentro del fuego y el agua en la formación de la isla.
Las paredes de los acantilados de poniente del macizo de Inagua son el lienzo. La obra de arte natural que atrapa la mirada de quienes circulan por la carretera que conduce de La Aldea de San Nicolás a Mogán, en Gran Canaria, lleva la firma de la lava y del agua, tras su encuentro en el proceso de formación de la isla millones de años atrás. La potencia del episodio forjó, no obstante, una delicada pieza.
Tras la humareda del fuego y del tiempo, se ocultaba la belleza. La erosión se encargó de levantar lentamente el manto que cubría los brochazos de color de varias decenas de metros de ancho, resultado de procesos hidrotermales y que jalonan el recorrido a lo largo de la GC-200. Esta carretera es a la vez un museo de geología y que se ramifica hacia algunos de los lugares más recónditos del territorio insular, desde Tasartico y Tasarte a Veneguera.
Grandes roques, solitarios, testigos de otros tiempos, islotes de piedra en un océano pétreo, y palmeras canarias que han aprovechado cualquier resquicio para prosperar, completan este paisaje dominado por el sol. La parada para tomar un zumo de frutas tropicales cultivados en la zona, del higo indio al mango o la papaya, brinda la oportunidad de saborear y contemplar el territorio al mismo tiempo.
Los procesos erosivos alzaron lentamente el telón para dejar a la vista esta espectacular escena geológica. Los afloramientos, apropiadamente bautizados como Los Azulejos por la población local, brillan como las escamas de un animal mitológico. El verde jade se mezcla con los tonos ocres y rojizos. Si se viene desde La Aldea, los primeros destellos se atisban desde el descenso del Andén Verde, en Las Tabladas, si bien los más destacados están localizados en la cabecera de la gran cuenca de Veneguera.
La carretera GC-200 serpentea por una de las zonas más antiguas de Gran Canaria y se convierte de este modo en un kilométrico mirador a cantiles basálticos y barrancos, que parecen lanzar sus cantos de sirena para atraernos, tanto para subir a los riscos como para descender hacia los cauces que buscan la costa con la misma decisión que un halcón cuando se lanza a por su presa.
Si alguien quiere adentrarse en los misterios del territorio, en las alturas le aguardan las reservas naturales de Inagua y de Tamadaba, los pinares, bejeques, cardoncillos, escobones y otros endemismos, también de la familia de las aves y de los insectos, como el extraño cigarrón palo de Gran Canaria que se oculta entre los tabaibales y que también da la sensación de haber quedado atrapado en el tiempo, aunque en un lugar idóneo para pasar casi una eternidad.
Por el contrario, si se opta por descender hacia la costa, allí aguardan playas salvajes, protegidas, como si quisieran ocultarlas, por los brazos de piedra del final del barranco, aunque en estos parajes las historias nunca terminan.
El barranco de Veneguera, en la costa de Mogán, extiende por las laderas y el fondo del cauce pequeños caseríos, cultivos tropicales, palmerales, matorrales, acebuches, sabinas y cardonales de porte catedralicio. Caminar por las centenarias Casas de Almácigo permite sentir la profundidad de la huella humana sobre estos lugares antes de acudir al encuentro de otras profundidades, las del Atlántico, a ocho kilómetros de distancia del pueblo.
En Tasartico, en el término municipal de La Aldea de San Nicolás, se guarece una playa rocosa de aguas cristalinas y atardeceres encendidos a la que se accede a pie tras recorrer un sendero de casi siete kilómetros, siempre con abundante agua, pues el calor suele imponer su ley durante gran parte del año en esta zona de la isla.
Tasarte es otro de las joyas del cofre geológico de Gran Canaria. Este barranco ofrece un amplio muestrario de elementos inesperados, entre ellos una montaña de forma piramidal prácticamente perfecta, un pinar del que llega el sonido del pico picapinos al golpear la corteza de los árboles y uno de los escasos refugios del endémico pinzón azul. En la desembocadura, a la que se accede por una pista de tierra, aguarda el océano, adormecido sobre la orilla.