Siglos de sol, café y vinos
La Finca La Laja es una clara muestra de la generosidad y riqueza paisajística del Valle de Agaete, en Gran Canaria.
En lo alto, en los riscos de Tamadaba, despuntan los pinares y el agua que rezuma de la piedra resplandece como un espejo o una lámina de plata bajo el sol. Unos mil metros más abajo, al pie del macizo, en la Finca La Laja, en el corazón del Valle de Agaete (Gran Canaria), Víctor Lugo, miembro de la quinta generación de una familia cuya historia se entremezcla bajo el suelo del lugar con las raíces de los árboles centenarios, invita a tomar de sus manos los pequeños frutos que acaba de coger de los cafetales que crecen a la sombra de los naranjos y viñedos y la escolta de un jardín tropical de mangos, aguacates y guayabos.
Con la mirada propia de un mago a la espera de contemplar el efecto de su truco en el público, Víctor te observa mientras abres la cereza de la planta del café, pruebas su pulpa y descubres un inesperado sabor dulce, parecido al de la granada, el níspero o incluso el albaricoque, según la memoria de cada paladar. Pero la verdadera magia se despliega a partir de los dos granos interiores de la variedad Arábica Typica, originaria de Etiopía y una de las más antiguas y apreciadas.
Esta viajera encontró cobijo hace más de dos siglos en el Valle de Agaete, donde se beneficia desde entonces de unas condiciones óptimas para ella, en este caso a trescientos cincuenta metros de altitud y en pleno Atlántico: un clima suave y estable, soleado y húmedo. Y, claro, decidió quedarse. A cambio, regala un selectísimo café que se caracteriza por sus matices de chocolate, regaliz y fruta y su bajo nivel de acidez y amargor.
Víctor, siguiendo la estela familiar, es como una planta más del frondoso escenario natural y conoce cada secreto de la zona, del suelo a los celajes. Por eso les puede explicar a los visitantes que los espectaculares roques que se yerguen a izquierda y derecha son el escultórico resultado de explosiones volcánicas que tuvieron lugar hace millones de años. Ellos, los Lugo-Jorge, son una parte inseparable de este valle de los prodigios de Agaete.
Trabajaron sin descanso una finca que finalmente ha pasado a ser de su propiedad y que conserva incluso el paseo por el que sus tíos paseaban de novios, entre las flores blancas del cafetal, similares a las del azahar. Su madre, María del Carmen Jorge, a la que llamaban en el Valle la ‘niña de la Laja’, y su padre, Inocencio Lugo, son “las almas” de este proyecto vital que se escribe a diario entre riscos y bancales. Por los mares del recuerdo navegan las historias de los limones ‘sautiles’ o ‘sutiles’, que la abuela Leonor Cruz usaba para sanearse los ojos y para los recién nacidos o las subidas y bajadas hasta Teror durante tres décadas para vender las joyas del Valle. La coqueta ermita dedicada a la Virgen del Pino rinde tributo a la Patrona de Gran Canaria entre guayabos y cafetos.
Entre los naranjos pueden contemplarse los secaderos y las descascarilladoras donde se separan el ‘muciélago’ y el pergamino, que se utilizan en ocasiones en cosmética o incluso para darle una enigmática pincelada a los ahumados. La Finca La Laja es, en efecto, una constante incitación para los sentidos y una inmersión no sólo en el apasionante, aromático y humeante mundo del café, sino también en el del vino, una demostración más de que el sombrero de copa del Valle de Agaete no tiene fondo…
Apuramos por lo tanto el último sorbo del café y preparamos las copas de vino. Pero antes, atravesamos la puerta que da acceso a las instalaciones de Bodegas Los Berrazales. La vista tropieza con un imponente frontal de piedra basáltica, una laja que da nombre a la finca y que parece suspendida en el aire. Este coloso pétreo se desprendió de las laderas vecinas en la noche de los tiempos y llegó hasta este punto deslizándose sobre el terreno abrupto, un descenso que provocó las profundas estrías que se aprecian en uno de sus costados. Incluso las piedras tienen una vida y una historia por contar.
“Creemos que cada botella es una obra de arte”, anticipa Víctor. La filosofía se traslada al etiquetado, que simula en ocasiones la silueta de las quebradas montañosas o se deja llevar por la inspiración del afamado pintor Pepe Dámaso. En una pared cuelga un cuadro alegórico de Cristóbal Guerra. Y el arte continúa tras cada descorchado de unos vinos tintos, moscateles o malvasías que proclaman su procedencia con sus notas minerales, sus tonos limpios y brillantes como los primeros rayos de sol de la mañana en el Valle o las notas de jazmín, tabaco verde, maracuyá, higos o frutas tropicales. Son vinos que maridan con su entorno. Parte de la vendimia se realiza por la noche, para obtener caldos más frescos y aromáticos y lograr el efecto de embotellar directamente la apacible nocturnidad del Valle.
De repente, apremia la sed. Víctor invita entonces a un vaso de agua de manantial ferruginosa, con un punto de gas que vuelve a agitar los sentidos. Más arriba, de hecho, como el esqueleto de un animal extinto, reposa la estructura del antiguo balneario, famoso por sus aguas curativas. En la Finca La Laja, mientras, llega el momento de poner un broche de azabache y oro a la jornada en la proximidad de unos pinos que se cuentan entre los más antiguos de Gran Canaria. La degustación incluye varios vinos, quesos ‘del país’, un queque casero y, por supuesto, un café. Víctor ha iniciado una nueva visita guiada. Cinco generaciones después, la vida sigue su curso en este paraje de piedras bautismales, plantas que llegaron a la isla desde los confines del mundo y hombres y mujeres que paseaban sus sueños entre naranjos.