Mira debajo del mar de playas. Tras las playas se esconde una extraordinaria rareza. Una rareza que nace del curioso cruce de culturas que creció tras cientos de años. Germinó bajo un cruce de caminos.
Gran Canaria es ese cruce de caminos. El lugar de paso para gente de mil procedencias distintas. La extraña mezcla de aromas, colores y culturas que se aparecía de improviso a los antiguos viajeros. El último puerto europeo. El último sorbo de aire antes de entrar en la larga aventura del océano.
Nadie se esperaba una mezcla así lejos de los centros del mundo. Desde hace más de cinco siglos los viajeros repiten la misma tonada: “Esto no debería estar aquí”. Pero sí que está. Porque los espacios en la frontera tienen sus propias reglas.
Y ocurrió que medio mundo fue dejando su marca escrita en Gran Canaria. En pequeños pueblos de calles estrechas, en pagos perdidos. En villas señoriales y en los puertos de paso de los buques de vapor.
Esto no debería estar aquí. No entra dentro de la lógica. No debería tropezar con una enorme iglesia neogótica en medio de un mar de plataneras. No debería toparme con los restos de una ciudad prehispánica a dos saltos del mercado. Ni con un navegante genovés al doblar la esquina.
No debería encontrar un gigantesco silo aborigen colgando de un acantilado descomunal. Y no. No debería tropezar con un barrio colonial nacido en el siglo XV, escondido en una ciudad ruidosa, portuaria y vitaminada, en una isla que no debería tener tal rastro de pueblos, colores, sabores, músicas, arte, arquitecturas y rostros distintos. Pero los tiene.
Déjanos decirte que todo eso sí está. Aquí, en Gran Canaria. Aunque sólo lo verás si miras debajo del mar de playas, donde contamos cómo se creó nuestra extraña y mágica mezcla.