Toda civilización, toda sociedad organizada, ha necesitado la sal para sobrevivir, pues era casi la única forma de conservar los alimentos. En Canarias fueron los aborígenes quienes primero aprovecharon la sal marina de estas islas, que recogían en los charcos que dejaba la marea durante la bajamar. Con la conquista castellana llega la cultura de las salinas del sur de la Península Ibérica, que ha convivido hasta la actualidad con la pervivencia de la recolección de sal de charco.
Gran Canaria llegó a contar con 25 salinas repartidas por la costa norte y sureste de la isla vinculadas, fundamentalmente, a la industria del salazón para el pescado que venía del banco canario-sahariano. En la actualidad sólo quedan en activo cuatro en el sureste, de la tipología «salina antigua de barro» por esa influencia gaditana y portuguesa, ahora como productoras de un alimento gourmet por su gran calidad para su uso en gastronomía: Bocacangrejo, La Florida y Arinaga en Agüimes y Tenefé en Santa Lucía de Tirajana (la primera y la última, visitables y de gran interés no sólo por su sal —sal marina virgen, flor de sal, rocas de sal, escamas de sal y sal marina húmeda—, también por el propio ecosistema que genera para aves y otras especies y por su interés paisajístico).
También sobrevive, con una producción testimonial, la última de las «salinas primitivas sobre roca», exclusiva de Gran Canaria —y heredera de la práctica aborigen de recolectar la sal de charco—, en explotación, al menos, entre 1721 y 1993: las salinas del Bufadero, en Bañaderos (costa de Arucas).
Las salinas funcionan en base a tres principios clave, como señala el arquitecto especialista en salinas canarias Alberto Luengo: el principio de elevación, por el que se eleva el agua hasta un punto desde el que se distribuye en los depósitos por gravedad; el principio de estanqueidad, para retener el agua mientras se va calentando sin que haya pérdidas; y el principio, fundamental, de la graduación, que estructura químicamente la sal. De este modo, el agua entre primero en el depósito llamado «cocedero», donde el agua alcanza una temperatura de 15 a 18 grados y, de ahí, va pasando a otros depósitos menores, los «tajos», donde la sal cristaliza a 25 grados.
A medida que va pasando por diferentes recipientes, la sal, que es un monocristal, va desprendiéndose de carbonatos, sulfatos y yesos, y se queda con lo más interesante que aporta: oligoelementos como calcio, cloruro de magnesio, potasio, yodo y manganeso.
El hecho de que se trate de salinas tradicionales intensivas es lo que explica su gran calidad, ya que ésta es inversamente proporcional al tamaño del recipiente donde cristaliza, porque cuanto más pequeño es el tajo, produce más calidad al ser una sal menos densa —más agradable y suave en boca— y con más oligoelementos.